Tomado de "El paÃs de Octubre".
Ya se le habÃa pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿SuspirarÃa el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podÃa quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas.
La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abrÃa y metÃa la cabeza. Harris pensó que le oÃa decir: —¿Adivine quién está aquÃ, doctor? —Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente—: Oh, Dios mÃo, ¿otra vez?
Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:
—¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! —Frunció el ceño y se ajustó los lentes—. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteÃnas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteÃnas, y no fume. Diez dólares, por favor.
Harris, enfurruñado, no se movió.
El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.
—¿TodavÃa ahÃ? ¡Es usted un hipocondrÃaco! Ahora, son once dólares.
—Pero, ¿por qué me duelen los huesos? —preguntó Harris.
El doctor Burleigh le habló como a un niño.
—¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese', una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!
Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guÃa de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenÃa de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenÃa tÃtulo de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo...
M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olÃa a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabÃa escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movÃa unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salÃan como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.
Harris se lo contó todo.
M. Munigant asintió. HabÃa visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenÃa conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. DificilÃsimo. Algo que concernÃa al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto. Muy complicado, silbó suavemente M. Munigant. Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin habÃa encontrado un doctor que lo entendÃa! Problema psicológico, dijo M. Munigant. Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografÃas que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea. ¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquà retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños. El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡AquÃ, allÃ, esto, aquello, éstos, aquellos y otros! ¡Mire!
Harris se estremeció. Las radiografÃas y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venÃa de un paÃs donde habitaban los monstruos de Dalà y Fuseli.
M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le... trataran los huesos?
—Depende —dijo Harris.
Bueno, M. Munigant no podÃa ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «tratarÃa».
Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.
Algo tocó la lengua de Harris.
Harris sintió que le desencajaban las mandÃbulas, Y le crujÃan y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.
M. Munigant gritó. Harris casi le habÃa arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡TodavÃa no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podÃa cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podrÃa hacerse algo. M. Munigant extendió' la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debÃa ponerse a pensar. Le darÃa un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. TenÃa que familiarizarse con su propio cuerpo. TenÃa que ser temblorosamente consciente de sà mismo. TenÃa que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos dÃas al señor Harris. Oh, ¿y no querÃa un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servÃa para conservar... cómo decirlo.... la práctica. ¡Buenos dÃas, buenos dÃas al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.
Al dÃa siguiente, domingo, el señor Harris se des~ cubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le habÃa dado M. Munigant.
En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:
—¡Basta!
A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus ha' bitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestÃbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:
—¡Clarisse!
Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.
—¿Estás aún meditando, querido? —preguntó Por favor, deja eso.
Se sentó en las rodillas del señor Harris.
La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecÃa moverse bajo la piel pálida y brillante.
—¿Está bien que haga eso? —preguntó, sorbiendo el aliento.
—¿Qué cosa? —rió Clarisse—. ¿Mi rótula, dices?
—¿Es normal que se mueva asÃ, alrededor?
Clarisse probó.
—Se mueve asÃ, realmente —dijo, maravillada.
—Me alegra que la tuya se deslice, también —suspiró el señor Harris—. Empezaba a preocuparme.
—¿De qué?
El señor Harris se palmeó las costillas.
—Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquÃ, ¡y he descubierto el aire!
Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.
—Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.
—Espero que no se vayan flotando por ahÃ.
El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse¡ solo. Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no querÃa que se rieran de él.
—Gracias por haber venido, querida —dijo.
—Cuando quieras.
Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.
—¡Un momento! Espera... —El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices, ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquÃ. ¡El resto es tejido cartilaginoso!
Clarisse arrugó la nariz.
—¡Claro, querido!
Se fue bailando del cuarto.
Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluÃa como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora.... ahora.... ¿qué seguÃa ahora? La columna vertebral, sÃ. AquÃ. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas, eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecÃa algo extraño.... horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana frÃa.
—¡Señor! ¡Señor!
Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allà con un... esqueleto... adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos asà como as� ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?
Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahà en el suelo desparramadas como dados.
Se incorporó, muy tieso, pues ya no podÃa soportar la silla. Dentro de mÃ, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un... cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro> ¡una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahà grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oÃdo, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!
Harris tenÃa ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilÃzate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.
La voz de Clarisse lleegó desde lejos, clara, dulce.
—Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?
El señor Harris sintió que se mantenÃa en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenÃa los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahÃ. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependÃa de esa Cosa.
—Iré en seguida, querida —contestó débilmente.
¡Vamos, ánimo!, se dijo a sà mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!
Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora, Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenÃan, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les habÃa revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavÃcula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me habÃa ocurrido!
—Excúsenme —jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardÃn, entre las petunias.
Esa noche, sentado en la cama, mientras Clarisse se desvestÃa, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teorÃa, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:
—Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!
El señor Harris dejó caer las tijeras.
—¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentirÃa más tranquilo. —Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto—. Ojalá toda la gente fuera como tú.
—¡Condenado hipocondrÃaco! —Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? DÃselo a mamá.
—Algo que siento dentro —dijo Harris—. Algo que... comÃ.
A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que querÃa tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.
—¡¡Señorita Laurel! —gritó el señor Harris—. ¡Basta!
Solo, meditó en sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenÃan mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenÃa un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese irÃa a Arizona, le pedirÃa dinero al señor Creldon, comprarÃa un horno y pondrÃa una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte habÃa conocido a M. Munigant, que parecÃa decidido a comprenderlo y ayudarlo. LucharÃa un tiempo solo, no irÃa a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecerÃa. El señor Harris se quedó mirando el aire.
La extraña sensación no desapareció. Creció.
El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolÃa, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creÃa ver el cráneo que le sonreÃa desde detrás de la cara.
¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!
Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.
¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!
Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.
¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!
El corazón se le encogÃa bajo las costillas que se abrÃan en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.
Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.
La tez, ¿no era oleosa, no tenÃa arrugas de preocupación?
Observa la perfección de la calavera: impecable y nÃvea.
La nariz, ¿no era demasiado prominente?
Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartÃlago nasal formara la probóscide montañosa.
El cuerpo, ¿no era rollizo?
Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economÃa de las lÃneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!
Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?
Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrÃas, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironÃa, toda la vida, todo está ahà en esa copa de oscuridad.
Compara, compara, compara.
Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.
Harris se sentó lentamente.
—¡Un minuto! ¡Espera! —exclamó—. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahà se alzan, como si yo saludara a alguien! —Se rió—. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro, jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡SÃ, señor!
Harris sonrió mostrando los dientes.
—Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡SÃ, Dios mÃo, sÃ! ¡Aunque no te domine; todavÃa puedo pensar!
Instantáneamente, una mandÃbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, lbs huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron....
Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.
Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!
Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.
—¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!
Corrió a un restaurante.
Pavo, salsas, patatas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podÃa tragar nada, se sentÃa enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentádura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y——crujan, y caigan todos en la sala.
TenÃa fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin ¡embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.
—Setenta kilos —le dijo la semana siguiente a su mujer—
—. ¿Notaste cómo he cambiado?
—Noto que estás mejor —dijo Clarisse—. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. —Le acarició la barbilla—. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las lÃneas son ahora tan firmes y fuertes...
—No son mis lÃneas, son sus lÃneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?
—¿Él? ¿Quién es él?
En el espejo del vestÃbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.
Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las pÃldoras de malta.
—Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso —dijo.
—¡Oh, cállate! —dijo Harris entre dientes.
Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.
—Querido —dijo Clarisse—. Te he estado observando últimamente. Estás tan... lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te dirÃa, puedo adelantártelo. Te he oÃdo mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilÃzate. Estás viviendo en un cÃrculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?
Harris cerró los ojos.
—Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.
—Descansa ahora —susurró Clarisse dulcemente—. Descansa y olvida.
El señor Harris se mantuvo a flote un dÃa y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podÃa tener su parte de culpa, sÃ, pero este esqueleto particular, Dios mÃo, devolvÃa los golpes.
En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción doloro sa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina El consultorio de M. Munigant habÃa quedado atrás.
Los dolores cesaron.
M. Munigant era el hombre que podÃa ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.
Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecÃan los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.
Mientras cruzaba el vestÃbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenÃa una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo habÃa incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estarla utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. RidÃculo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.
El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebÃa una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo habÃa hecho para ocultarse los huesos. SÃ, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. HabÃa almohadones de tocino aquÃ, bultos elásticos allÃ, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podrÃa salir de ese tembladeral de grasa. PodÃa haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.
No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.
—¿Glándulas?
—¿Me habla usted a m� —preguntó el gordo.
—¿O una dieta especial? —comentó Harris—. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustarÃa tener un estómago.
—Asà es entonces —susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas—. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. —Tragó unas rebabas secas de polvo—. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo,. sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.
Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caÃa de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en cÃrculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.
—¡Eh!
Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.
Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.
El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñÃa los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedÃa confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenÃa que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto habÃa pasado demasiado cerca, le habÃa tocado los huesos, podÃa decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sà mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero... ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podÃan limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.
Demonios, estaba realmente enfermo.
¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?
—¡Querido!
Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandÃbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.
—Querida —dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.
—Pareces más delgado; oh, querido, el negocio...
—Salió bien, creo. SÃ, todo marchó bien.
Clarisse lo besó de nuevo.
La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reÃa animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.
Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.
—Bueno, lo siento, pero tengo que irme. —Le pellizcó la mejilla a Harris—. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.
Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.
—¿M. Munigant?
Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenÃa metidos los huesos en todos los potros de tormentos que habÃa imaginado o que se le habÃan aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que,, encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
—¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!
M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.
Oh, pero el señor Harris tenia muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestÃbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrÃan todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente, que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. HabÃa algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creÃa ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogÃa, se empequeñecÃa. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatÃa. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarÃan de una vez por todas.
—Señor Munigant —suspiró apenas Harris—. No... no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?
M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abrÃa la boca... Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandÃbula caÃda de Harris. ¿Más abierta, por favor? HabÃa sido tan difÃcil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!
Harris sintió que le apretaban violentamente las mandÃbulas, en todas direcciones, le comprimÃan la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podÃa respirar! Algo le retorcÃa las mejillas y le rompÃa las mandÃbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurrÃa en las cavidades de los huesos, golpeándole los oÃdos!
—¡Ahhh!— chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.
Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. TenÃa las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.
Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.
Los ojos húmedos miraron el vestÃbulo.
No habÃa nadie en el cuarto.
—¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!
M. Munigant habÃa desaparecido.
—¡Socorro! Y en ese momento Harris oyó.
Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosÃmiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podÃa haber estado allÃ, pero no estaba.... un leño, sumergido...
Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con,, el hombrecito moreno que olÃa a yodo.
Clarisse no le habrÃa prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua ransima en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse: llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.
—¿Querido? —llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor— Querido, ¿dónde estás? —Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestÃbulo—Querido...
Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.
De pronto, se puso a gritar.
Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodÃa triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.
Muchas veces, en la niñez, Clarisse habÃa corrido por las arenas de la playa, y habÃa pisado una medusa de mar, y habÃa chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestÃbulo. Puedes dar un paso atrás.
Es terrible cuando la medusa te llama por tu propio nombre.